19 de abril de 2017

Relatos aleatorios, por Jorge Núñez Rodríguez - 2

Pues tiramos con la segunda entrada en la serie, e iniciamos asimismo con el patetismo mencionado anteriormente. Espero que os guste. Parte de una pequeña serie de relatos bajo el título de Nocturnas. Y sí. George Lucas ain't nothin' at me.



2. NOCTURNA II

El mar es hermoso. Una podría perderse contemplándolo y olvidarse del resto de la existencia, navegando en pos de la melancolía que se oculta en sus horizontes nunca hollados. Sus ojos. Qué se esconde en sus ojos. No lo sé.

El paseo marítimo, bañado por la luz amarillenta de las farolas, se extiende ante nosotros. Al fondo el faro destellea, luchando contra la niebla que lo abraza con desesperación. Caminamos despacio, resonando nuestros pasos en la piedra. Solo nos acompaña el susurro de la brisa nocturna.

Dejamos atrás el centro de la ciudad y nos dirigimos hacia el fin de la península en la que se extiende, como un manto de acero y soledad. Él está callado. Él siempre está callado. Su rostro está surcado de sombras. Lejos, lejos, lejos. Lejos de aquí, más allá, volando en el cielo quizá.

Quiero mirarle. No quiero mirarle. Me da miedo mirarle. La ciudad baila un lento vals a nuestro alrededor, los edificios danzando y danzando, desdibujándose en un borrón gris manchado de humedad.

Él se detiene. Mi portal. Parece la boca de un dios terrible, dispuesta a engullirme para siempre. Busco las llaves en el bolso. Me tiemblan las manos. Le doy la espalda. Abro la puerta.

Él se dispone a internarse de nuevo en la noche. Me decido a mirarle.

Y le aferro la mano.

Él se detiene, todavía de espaldas a mí.

Quédate.

Cortesía de Eva Carballeira Rabuñal.
Entramos en mi apartamento. La luz lunar trazaba sombras enfermizas en las paredes. Entramos en mi habitación. En la penumbra, me senté en el taburete de mi piano. Contemplándole. Él se paseó por el cuarto. No conseguía ver su rostro. Se acercó a mi cama y tomó la fotografía que descansaba en la mesilla. Nosotros, en tiempos más inocentes. Antes de saber qué era lo que sentíamos. La felicidad había huido con el verano. Solo quedaba el frío invernal y la soledad.

Debo irme.

Desesperación. Me levanté y nuevamente le tomé de la mano. Quiero verle. Quiero verle una última vez. Quiero hacerle comprender. Le acaricié la mejilla y le giré despacio hacia mí. Su rostro quedó tenuemente iluminado, recortado contra el destello trémulo que entraba por la ventana.

Sus ojos. Esos ojos. Esos malditos benditos ojos. La tristeza que encierran. La expresión noble, atormentada. La sonrisa resignada, suave. Quiero aliviarla. Quiero verle reír. Quiero abrazarle y decirle que estoy ahí. Que sé que me necesita. Que yo le necesito. Pero solo encuentro pena y cariño en sus ojos. No hay lo que busco. Quizá no exista. Quizá la melancolía que imaginaba en sus ojos sea la mía propia.

Duele. Duele. Duele.

Ella me espera.

Deseé gritar. Llorar. Rugir. Rogar. Aferrarme a él. No quiero que me abandones.

No me dejes sola.

Él se dirigió a la puerta de la habitación.

No pude hacer nada.

Vi como se detenía en la puerta, y sin volverse, murmuraba, susurraba, su voz cantaba por última vez para mí.

Ojalá las cosas hubieran sido diferentes.

Ira. Furia. Dolor. Aprieto los dientes. Lágrimas caen por mis mejillas.

Vete.

Do not go gentle into that good night*.

Vete.

Rage, rage against the dying of the light*.

Te odio.

El sonido de la puerta al cerrarse cae como un látigo al restallar.

Sigo sentada en la oscuridad, sola, al lado de un piano abandonado y cubierto de polvo.

Y ahora él se ha ido. Él se ha ido, pero su melancolía -mi melancolía-, permanece conmigo.

Afuera, en un mundo que sigue girando, indiferente, llueve.

Llueve.


*Dedicado a Dylan Thomas, autor de estos inmortales versos en su gran poesía Do not go gentle into that good night.

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