Abrió
los ojos en la penumbra. Frente a él, una ventana en la que se
extendía la eternidad. Flotaba suave, sujetado por los cinturones de
seguridad al ajado asiento. A través del polvo, los botones del
cuadro de mandos refulgían en tonos apagados y dulces. La nave aún
vivía. Él aún vivía. El viaje aún no había terminado.
Se
despereza, crujiendo como un viejo autómata al que le hace falta una
buena puesta a punto. Inicia el proceso de comprobación de la nave,
mientras silba por lo bajo una hermosa melodía, arte para un público
inexistente. Todo parece estar en buen estado y funcionando.
No
hay mensajes.
Hace
mucho que no hay mensajes. No recuerda cuando fue el último. Pero sí
recuerda la desesperación que transmitía. Era algo absolutamente
alien para él. La pena, la soledad, el dolor. En su sueño se
confundían con la alegría del descubrimiento, de los primeros
pasos. De los ojos de su padre el día que despertó a la vida.
Quizá
sí eche de menos a su padre.
Pero
no importaba. Ya no podía volver. Tampoco lo deseaba. Era,
simplemente, la realidad. No había motivo en luchar contra lo
irremediable. Y además...
Le
gustaba.
Le
gustaba el abrazo amoroso del silencio en el espacio. La inmensidad
de los ríos blancos del cielo. Hacia delante.
Siempre
hacia delante.
En
torno a su cabeza volaba grácilmente un ejemplar de los poemas del
Dr. Voight-Scott sobre la ciudad en la que nunca dejaba de llover.
Él
sonrió.
Una
vez más, se dispuso a dormir. Realizó una nueva comprobación del
sistema y se arrellanó en el asiento, dejando vagar su mirada por
las estrellas.
Con
una expresión de paz, sus ojos se cerraron.
En
la noche oscura, en un óvalo de metal y cristal, el último testigo
de la Humanidad danza sin rumbo. El viaje aún no había terminado.
El
último Sputnik.
Dedicado a Sputnik my love, de Murakami, y a Riddley Voight-Scott.
NdA: foto de un cielo estrellado minecraftiano. Gloria a Notch.
por Jorge Núñez Rodríguez, a trece de julio de 2017.
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