17 de mayo de 2017

Relatos aleatorios, por Jorge Núñez - 6

6. AGUA ESCARLATA

El mar se lanzaba con desesperación suicida contra los acantilados de la Costa da Morte. Negros nubarrones arrojaban lluvia que repiqueteaba contra la embarcación con la que los detectives navegaban trabajosamente hacia el pequeño archipiélago de las Sisargas. Avanzaban despacio, manteniéndose uno de ellos al timón y el otro contemplando el perfil del faro recortado contra el cielo, mientras tarareaba quedamente una canción. El último soplo sobre el caso de Gonzalo Escala, supuesto verdadero nombre del criminal Red Gonzo, les había enrolado en una búsqueda en mitad de la costa gallega. Según el informante, allí estaría el cuerpo de la última víctima del asesino en serie, un hombre cuya habilidad para evadir a la policía y cuyo gusto por la sangre tenía en vilo a todo el país. Doce. Doce víctimas habían sido brutalmente asesinadas, de diferentes formas y antecediendo a cada nuevo cuerpo destrozado que aparecía en la boca de alguna alcantarilla o en algún pozo perdido en mitad de la nada se producía el colofón a todos los asesinatos.

Una llamada.

Una llamada, supuestamente del asesino, indicando donde encontrar a su más reciente víctima, esta vez en un faro situado en el archipiélago gallego. Habitualmente, un comportamiento así por parte del criminal hubiera facilitado la labor de la policía, pero Gonzo se había cubierto bien las espaldas, utilizando medios electrónicos e ingenios caseros para evitar un posible rastreo a través de la llamada y para enmascarar su verdadera voz. Una llamada que, de nuevo, había llevado a los detectives Fernández y Malraux a buscar el cuerpo de la última víctima del más loco de los de su clase que jamás hubiera en España. Última en sentido literal. La llamada había sido diferente esta vez, pues en ella se indicó que éste sería el asesinato final. Tras él, Red Gonzo desaparecería, "se retiraría", en sus propias palabras. Naturalmente, tal declaración de intenciones había caído como una bomba en el departamento. El odio que ya despertaba Escala se había tornado ira. Un desafío. Aquel hijo de puta les estaba desafiando, se estaba riendo de ellos, se burlaba de sus víctimas, de sus familias. Los pocos agentes destinados al caso por una policía desbordada habían hecho un pacto antes de iniciar la búsqueda del cadáver. Se abrazaron en corro y juraron cazarle, costara lo que costara. Se pudriría en la cárcel.

Mientras manejaba el timón con aire experto (no en vano provenía de una familia de pescadores), Fernández repasaba en su cabeza todas las muertes de las que Gonzo era responsable, buscando elaborar alguna conjetura sobre lo que podría esperarles en el faro. Todas las muertes, a pesar de ser las víctimas totalmente diferentes entre sí (prácticamente parecían elegidas al azar) compartían ciertos rasgos, rasgos que denotaba unos gustos muy particulares por parte del criminal. Esencialmente, la brutalidad. El problema radicaba en que a Gonzo le gustaba, por decirlo de alguna manera, implicarse en sus asesinatos. Nunca empleaba métodos que pudieran resultar impersonales, los consideraba un acto de mala educación hacia la víctima y malas herramientas para la consumación del acto. En su particular delirio hedonista, tomaba al cuchillo como parte de su propio cuerpo, como la expresión física de una muerte elegante a la par que feroz. Se consideraba un artista, el fundador de una nueva escuela de la carne en la que las principales musas eran Sangre y Vísceras. Los escenarios de sus asesinatos eran cuadros repugnantes fugados del cine giallo más pasado de vueltas. Armado simplemente con su cuchillo, rajaba, cortaba, hundía, arrancaba. Era una bestia, un salvaje con una vena teatral. Le gustaba dejar mensajes escritos con la sangre de sus víctimas, declarando que veía necesario firmar su obra, reclamando su lugar en la posteridad. No era un vulgar carnicero. Sin duda, podría ser calificado como tal, pero se creía otra cosa. Sus intenciones, aducía en sus llamadas, no eran espúreas, no estaban manchadas con la sucia necesidad de un motivo, su obra no podía, no debía obedecer a ninguna causa más que a sí misma, es decir, mataba por el propio acto de matar, la más suprema de todas las artes, en sus propias palabras... Concentrado como estaba en esta línea de pensamientos, Fernández tardó en darse cuenta de que su compañera le estaba hablando.

-Dime.

-¿Has traído el arma?

Fernández, con una expresión confundida, asintió. Claro que había traído el arma. Habría que estar loco para no llevarla encima en una situación como la suya.

-Bien.

-¿Por qué lo preguntas?

-Por si acaso.- contestó, sin mirarle, la policía.

-Tu preocupación es conmovedora.- replicó Fernández, con una sonrisa irónica.

-Ríete. Pero no me sorprendería que, aunque haya dicho que sea su último asesinato, le molestase añadir la cabellera de un policía a su colección.- respondió Malraux, acompañándolo de una pequeña carcajada.

-No creo que sea tan estúpido como para atacar a dos policías prevenidos, armados y con "libertad" para disparar a matar.

-Vaya, cuanta confianza. El día menos pensado, vas a encontrarte con un cuchillo en el cuello sin apenas darte cuenta, ya verás.

-Muy alentador.

-¿Yo? Siempre.- replicó la agente, volviéndose y guiñándole un ojo.

Finalmente, tras una intensa brega con los elementos, los dos detectives consiguieron arribar a la Isla Grande, atracando en un paupérrimo puerto de piedra. Tras asegurar la nave, comprobaron sus avíos y echaron a caminar hacia el faro. Fernández se secó el agua de la frente con el antebrazo y miró a su alrededor mientras avanzaban. Un mundo verde y gris se extendía a su alrededor. Rocas, árboles viejos y arbustos sacudidos por la tormenta. El camino por el que transitaban hacía tiempo que había desaparecido. El faro se adivinaba en la distancia, una achaparrada mancha oscura, alzándose como un frágil aspirante a conquistador de los mares. El aire debía ser lo único limpio que existía en aque lugar, pensó para sí el detective, de mal humor desde el soplo, mal humor al que había colaborado el barro que ahora impregnaba sus ropas empapadas. Dirigió su mirada a su compañera. Tampoco tenía buen aspecto. El tiempo implacable resaltaba la piel cuarteada de su rostro, su melena rojiza y su camisa blanca se habían tornado parduzcas. Su legendario buen humor, curiosamente, iba aguantando el órdago.

-¿Te he dicho alguna vez que odio las tormentas?

-Cuarenta y dos veces. En la última hora.

-Que sean cuarenta y tres.

No hablaron mucho durante el resto del trayecto. El silencio solo se rompía por las pocas quejas infantiloides de Malraux, que le ayudaban a sobrellevar la infernal travesía. Cayendo la tarde, consiguieron alcanzar el faro. Tras realizar un reconocimiento de los alrededores y confirmar la inexistencia de peligro, se acercaron al edificio que ejercía de "nido" del faro propiamente dicho e iniciaron en el mismo el registro.

El lugar había caído lentamente en un estado de abandono tras los últimos recortes gubernamentales, siendo delegada la función del mismo a un programa informático y su mantenimiento a una visita de un técnico especializado de forma muy esporádica. Polvo se acumulaba por todas las habitaciones, cubriendo el espartano mobiliario. Un suave arrullar, procedente de la máquina que mantenía el faro en funcionamiento, le daba un aire surrealista a la escena. Metódicamente, los investigadores, tras comprobar de nuevo sus alrededores por precaución, procedieron a realizar un barrido en busca del cadáver.

-Estoy harto de este caso.

-Comprensible. Nos tiene a todos al borde de un ataque. Pero lo conseguiremos.

-¿Qué te hace estar tan segura?-gruñó Fernández, el eterno pesimista.

-Es humano, Luis. No es un dios. Tarde o temprano cometerá un error y averiguaremos quién es.

-¿Realmente crees que a estas alturas va a cometer un error? No. Este hijo de puta es demasiado listo. Y sabe demasiado.

-Oh, vamos... no vas a empezar otra vez con esa historia.

-Piénsalo, Rouge. Tiene que ser alguien que sepa algo de procedimiento policial, o que al menos tenga contactos dentro. No es posible que haya podido evitarnos durante tanto tiempo sin ayuda.

-Qué peliculero- replicó, con un bufido, Malraux.- El policía que se pluriempleó como asesino. No hay nada que apoye esa teoría, por mucho posible sentido que tenga para ti.

-Llámalo corazonada o estupidez. Pero no es descabellado.

-Claro. Es más, acércate, voy a revelarte un pequeño secreto. Ven, ven.- dijo la detective, gesticulando con insistencia. Una vez que el fornido policía se colocó a su lado, aproximó su rostro al suyo y le susurró en la oreja, con una voz suave y juguetona:

-Yo soy Red Gonzo.

Y prorrumpió en carcajadas. Fernández la fulminó con la mirada, ceñudo. Siempre con la misma chorrada. Nunca le habían gustado algunas de las bromas que hacía su compañera, y esa, ya común en los últimos tiempos, menos. Entendía que su carácter pretendidamente ligero era su forma de sobrellevar la dureza del trabajo, pero existía una determinada línea que no debe cruzarse.

-Será mejor que continuemos, Rouge Gonzo.-refunfuñó, menean
do la cabeza.

El análisis finalmente dió sus frutos. Aunque no de la manera esperada. Tras negativos en prácticamente todas las habitaciones comprobadas, tras un mueble en el baño descubrieron un boquete por el que una persona podría avanzar sin muchos problemas.
Fernández entró primero. El boquete daba a un túnel excavado en la propia roca de la isla, y avanzaba ligeramente hacia abajo. Penosamente se arrastró el detective, hasta llegar a un abrupto final.

Una puerta. Una vieja puerta de madera, carcomida por la humedad. Por sus rendijas se deslizaba luz. Tras avisar a la detective de su hallazgo, Fernández sacó su arma reglamentaria y, comprobando que la puerta no estaba bloqueada, la abrió lentamente. Con un lamento de sus goznes, la puerta se movió para mostrar una especie de madriguera, iluminada vagamente mediante luz solar filtrada a través de algún agujero en la pared del acantilado. Unos pocos muebles se repartían por la estancia, plagada de charcos de agua sucia: un camastro de hierro oxidado en un rincón, un escritorio, una estantería, una pila donde descansaba un cuchillo cubierto de sangre... y un espejo empañado y rajado.
Un espejo con algo escrito en él.

Fernández se acercó despacio.
Y se quedó paralizado.
La hoja se hundió en su cuello. No pudo ni gritar. El agua de los charcos se tornó roja. De rodillas frente al espejo, alzó una mano, como si tratara de borrar las palabras escritas en él. Palabras escritas con sangre.


TE LO DIJE.


Dedicado a las novelas de detectives, a los asesinos con vena artística y al lado salvaje de Galicia.

por Jorge Núñez Rodríguez, a diecisiete de mayo de 2017.

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