6.
AGUA ESCARLATA
El mar se lanzaba con
desesperación suicida contra los acantilados de la Costa da Morte.
Negros nubarrones arrojaban lluvia que repiqueteaba contra la
embarcación con la que los detectives navegaban trabajosamente hacia
el pequeño archipiélago de las Sisargas. Avanzaban despacio,
manteniéndose uno de ellos al timón y el otro contemplando el
perfil del faro recortado contra el cielo, mientras tarareaba
quedamente una canción. El último soplo sobre el caso de Gonzalo
Escala, supuesto verdadero nombre del criminal Red Gonzo, les
había enrolado en una búsqueda en mitad de la costa gallega. Según
el informante, allí estaría el cuerpo de la última víctima del
asesino en serie, un hombre cuya habilidad para evadir a la policía
y cuyo gusto por la sangre tenía en vilo a todo el país. Doce. Doce
víctimas habían sido brutalmente asesinadas, de diferentes formas y
antecediendo a cada nuevo cuerpo destrozado que aparecía en la boca
de alguna alcantarilla o en algún pozo perdido en mitad de la nada
se producía el colofón a todos los asesinatos.
Una llamada.
Una llamada,
supuestamente del asesino, indicando donde encontrar a su más
reciente víctima, esta vez en un faro situado en el archipiélago
gallego. Habitualmente, un comportamiento así por parte del criminal
hubiera facilitado la labor de la policía, pero Gonzo se
había cubierto bien las espaldas, utilizando medios electrónicos e
ingenios caseros para evitar un posible rastreo a través de la
llamada y para enmascarar su verdadera voz. Una llamada que, de
nuevo, había llevado a los detectives Fernández y Malraux a buscar
el cuerpo de la última víctima del más loco de los de su clase que
jamás hubiera en España. Última en sentido literal. La
llamada había sido diferente esta vez, pues en ella se indicó que
éste sería el asesinato final. Tras él, Red Gonzo
desaparecería, "se retiraría", en sus propias
palabras. Naturalmente, tal declaración de intenciones había caído
como una bomba en el departamento. El odio que ya despertaba Escala
se había tornado ira. Un desafío. Aquel hijo de puta les estaba
desafiando, se estaba riendo de ellos, se burlaba de sus víctimas,
de sus familias. Los pocos agentes destinados al caso por una policía
desbordada habían hecho un pacto antes de iniciar la búsqueda del
cadáver. Se abrazaron en corro y juraron cazarle, costara lo que
costara. Se pudriría en la cárcel.
Mientras manejaba el
timón con aire experto (no en vano provenía de una familia de
pescadores), Fernández repasaba en su cabeza todas las muertes de
las que Gonzo era responsable, buscando elaborar alguna conjetura
sobre lo que podría esperarles en el faro. Todas las muertes, a
pesar de ser las víctimas totalmente diferentes entre sí
(prácticamente parecían elegidas al azar) compartían
ciertos rasgos, rasgos que denotaba unos gustos muy particulares por
parte del criminal. Esencialmente, la brutalidad. El problema
radicaba en que a Gonzo le gustaba, por decirlo de alguna manera,
implicarse en sus asesinatos. Nunca empleaba métodos que
pudieran resultar impersonales, los consideraba un acto de mala
educación hacia la víctima y malas herramientas para la consumación
del acto. En su particular delirio hedonista, tomaba al cuchillo
como parte de su propio cuerpo, como la expresión física de una
muerte elegante a la par que feroz. Se consideraba un artista, el
fundador de una nueva escuela de la carne en la que las principales
musas eran Sangre y Vísceras. Los escenarios de sus asesinatos eran
cuadros repugnantes fugados del cine giallo más pasado de
vueltas. Armado simplemente con su cuchillo, rajaba, cortaba, hundía,
arrancaba. Era una bestia, un salvaje con una vena teatral. Le
gustaba dejar mensajes escritos con la sangre de sus víctimas,
declarando que veía necesario firmar su obra, reclamando su lugar en
la posteridad. No era un vulgar carnicero. Sin duda, podría ser
calificado como tal, pero se creía otra cosa. Sus intenciones,
aducía en sus llamadas, no eran espúreas, no estaban manchadas con
la sucia necesidad de un motivo, su obra no podía, no
debía obedecer a ninguna causa más que a sí misma, es decir,
mataba por el propio acto de matar, la más suprema de todas las
artes, en sus propias palabras... Concentrado como estaba en esta
línea de pensamientos, Fernández tardó en darse cuenta de que su
compañera le estaba hablando.
-Dime.
-¿Has traído el arma?
Fernández, con una
expresión confundida, asintió. Claro que había traído el arma.
Habría que estar loco para no llevarla encima en una situación como
la suya.
-Bien.
-¿Por qué lo preguntas?
-Por si acaso.- contestó,
sin mirarle, la policía.
-Tu preocupación es
conmovedora.- replicó Fernández, con una sonrisa irónica.
-Ríete. Pero no me
sorprendería que, aunque haya dicho que sea su último asesinato, le
molestase añadir la cabellera de un policía a su colección.-
respondió Malraux, acompañándolo de una pequeña carcajada.
-No creo que sea tan
estúpido como para atacar a dos policías prevenidos, armados y con
"libertad" para disparar a matar.
-Vaya, cuanta confianza.
El día menos pensado, vas a encontrarte con un cuchillo en el cuello
sin apenas darte cuenta, ya verás.
-Muy alentador.
-¿Yo? Siempre.- replicó
la agente, volviéndose y guiñándole un ojo.
Finalmente, tras una
intensa brega con los elementos, los dos detectives consiguieron
arribar a la Isla Grande, atracando en un paupérrimo puerto de
piedra. Tras asegurar la nave, comprobaron sus avíos y echaron a
caminar hacia el faro. Fernández se secó el agua de la frente con
el antebrazo y miró a su alrededor mientras avanzaban. Un mundo
verde y gris se extendía a su alrededor. Rocas, árboles viejos y
arbustos sacudidos por la tormenta. El camino por el que transitaban
hacía tiempo que había desaparecido. El faro se adivinaba en la
distancia, una achaparrada mancha oscura, alzándose como un frágil
aspirante a conquistador de los mares. El aire debía ser lo único
limpio que existía en aque lugar, pensó para sí el detective, de
mal humor desde el soplo, mal humor al que había colaborado el barro
que ahora impregnaba sus ropas empapadas. Dirigió su mirada a su
compañera. Tampoco tenía buen aspecto. El tiempo implacable
resaltaba la piel cuarteada de su rostro, su melena rojiza y su
camisa blanca se habían tornado parduzcas. Su legendario buen humor,
curiosamente, iba aguantando el órdago.
-¿Te he dicho alguna vez
que odio las tormentas?
-Cuarenta y dos veces. En
la última hora.
-Que sean cuarenta y
tres.
No hablaron mucho durante
el resto del trayecto. El silencio solo se rompía por las pocas
quejas infantiloides de Malraux, que le ayudaban a sobrellevar la
infernal travesía. Cayendo la tarde, consiguieron alcanzar el faro.
Tras realizar un reconocimiento de los alrededores y confirmar la
inexistencia de peligro, se acercaron al edificio que ejercía de
"nido" del faro propiamente dicho e iniciaron en el mismo
el registro.
El lugar había caído
lentamente en un estado de abandono tras los últimos recortes
gubernamentales, siendo delegada la función del mismo a un programa
informático y su mantenimiento a una visita de un técnico
especializado de forma muy esporádica. Polvo se acumulaba por todas
las habitaciones, cubriendo el espartano mobiliario. Un suave
arrullar, procedente de la máquina que mantenía el faro en
funcionamiento, le daba un aire surrealista a la escena.
Metódicamente, los investigadores, tras comprobar de nuevo sus
alrededores por precaución, procedieron a realizar un barrido en
busca del cadáver.
-Estoy harto de este
caso.
-Comprensible. Nos tiene
a todos al borde de un ataque. Pero lo conseguiremos.
-¿Qué te hace estar tan
segura?-gruñó Fernández, el eterno pesimista.
-Es humano, Luis. No es
un dios. Tarde o temprano cometerá un error y averiguaremos quién
es.
-¿Realmente crees que a
estas alturas va a cometer un error? No. Este hijo de puta es
demasiado listo. Y sabe demasiado.
-Oh, vamos... no vas a
empezar otra vez con esa historia.
-Piénsalo, Rouge. Tiene
que ser alguien que sepa algo de procedimiento policial, o que al
menos tenga contactos dentro. No es posible que haya podido evitarnos
durante tanto tiempo sin ayuda.
-Qué peliculero-
replicó, con un bufido, Malraux.- El policía que se pluriempleó
como asesino. No hay nada que apoye esa teoría, por mucho posible
sentido que tenga para ti.
-Llámalo corazonada o
estupidez. Pero no es descabellado.
-Claro. Es más,
acércate, voy a revelarte un pequeño secreto. Ven, ven.- dijo la
detective, gesticulando con insistencia. Una vez que el fornido
policía se colocó a su lado, aproximó su rostro al suyo y le
susurró en la oreja, con una voz suave y juguetona:
-Yo soy Red Gonzo.
Y prorrumpió en
carcajadas. Fernández la fulminó con la mirada, ceñudo. Siempre
con la misma chorrada. Nunca le habían gustado algunas de las bromas
que hacía su compañera, y esa, ya común en los últimos tiempos,
menos. Entendía que su carácter pretendidamente ligero era su forma
de sobrellevar la dureza del trabajo, pero existía una determinada
línea que no debe cruzarse.
-Será mejor que
continuemos, Rouge Gonzo.-refunfuñó, menean
El análisis finalmente
dió sus frutos. Aunque no de la manera esperada. Tras negativos en
prácticamente todas las habitaciones comprobadas, tras un mueble en
el baño descubrieron un boquete por el que una persona podría
avanzar sin muchos problemas.
Fernández entró
primero. El boquete daba a un túnel excavado en la propia roca de la
isla, y avanzaba ligeramente hacia abajo. Penosamente se arrastró el
detective, hasta llegar a un abrupto final.
Una puerta. Una vieja
puerta de madera, carcomida por la humedad. Por sus rendijas se
deslizaba luz. Tras avisar a la detective de su hallazgo, Fernández
sacó su arma reglamentaria y, comprobando que la puerta no estaba
bloqueada, la abrió lentamente. Con un lamento de sus goznes, la
puerta se movió para mostrar una especie de madriguera, iluminada
vagamente mediante luz solar filtrada a través de algún agujero en
la pared del acantilado. Unos pocos muebles se repartían por la
estancia, plagada de charcos de agua sucia: un camastro de hierro
oxidado en un rincón, un escritorio, una estantería, una pila donde
descansaba un cuchillo cubierto de sangre... y un espejo empañado y
rajado.
Un espejo con algo
escrito en él.
Fernández se acercó
despacio.
Y se quedó paralizado.
La hoja se hundió en su
cuello. No pudo ni gritar. El agua de los charcos se tornó roja. De
rodillas frente al espejo, alzó una mano, como si tratara de borrar
las palabras escritas en él. Palabras escritas con sangre.
TE LO DIJE.
Dedicado a las novelas de detectives, a los asesinos con vena artística y al lado salvaje de Galicia.
por Jorge Núñez Rodríguez, a diecisiete de mayo de 2017.