2. NOCTURNA II
El
mar es hermoso. Una podría perderse contemplándolo y olvidarse del
resto de la existencia, navegando en pos de la melancolía que se
oculta en sus horizontes nunca hollados. Sus ojos. Qué se esconde en
sus ojos. No lo sé.
El
paseo marítimo, bañado por la luz amarillenta de las farolas, se
extiende ante nosotros. Al fondo el faro destellea, luchando contra
la niebla que lo abraza con desesperación. Caminamos despacio,
resonando nuestros pasos en la piedra. Solo nos acompaña el susurro
de la brisa nocturna.
Dejamos
atrás el centro de la ciudad y nos dirigimos hacia el fin de la
península en la que se extiende, como un manto de acero y soledad.
Él está callado. Él siempre está callado. Su rostro está surcado
de sombras. Lejos, lejos, lejos. Lejos de aquí, más allá, volando
en el cielo quizá.
Quiero
mirarle. No quiero mirarle. Me da miedo mirarle. La ciudad baila un
lento vals a nuestro alrededor, los edificios danzando y danzando,
desdibujándose en un borrón gris manchado de humedad.
Él
se detiene. Mi portal. Parece la boca de un dios terrible, dispuesta
a engullirme para siempre. Busco las llaves en el bolso. Me tiemblan
las manos. Le doy la espalda. Abro la puerta.
Él
se dispone a internarse de nuevo en la noche. Me decido a mirarle.
Y
le aferro la mano.
Él
se detiene, todavía de espaldas a mí.
Quédate.
Cortesía de Eva Carballeira Rabuñal. |
Debo
irme.
Desesperación.
Me levanté y nuevamente le tomé de la mano. Quiero verle. Quiero
verle una última vez. Quiero hacerle comprender. Le acaricié la
mejilla y le giré despacio hacia mí. Su rostro quedó tenuemente
iluminado, recortado contra el destello trémulo que entraba por la
ventana.
Sus
ojos. Esos ojos. Esos malditos benditos ojos. La tristeza que
encierran. La expresión noble, atormentada. La sonrisa resignada,
suave. Quiero aliviarla. Quiero verle reír. Quiero abrazarle y
decirle que estoy ahí. Que sé que me necesita. Que yo le necesito.
Pero solo encuentro pena y cariño en sus ojos. No hay lo que busco.
Quizá no exista. Quizá la melancolía que imaginaba en sus ojos sea
la mía propia.
Duele.
Duele. Duele.
Ella
me espera.
Deseé
gritar. Llorar. Rugir. Rogar. Aferrarme a él. No quiero que me
abandones.
No
me dejes sola.
Él
se dirigió a la puerta de la habitación.
No
pude hacer nada.
Vi
como se detenía en la puerta, y sin volverse, murmuraba, susurraba,
su voz cantaba por última vez para mí.
Ojalá
las cosas hubieran sido diferentes.
Ira.
Furia. Dolor. Aprieto los dientes. Lágrimas caen por mis mejillas.
Vete.
Do not go gentle into that good night*.
Vete.
Rage, rage against the dying of the light*.
Te
odio.
El
sonido de la puerta al cerrarse cae como un látigo al restallar.
Sigo
sentada en la oscuridad, sola, al lado de un piano abandonado y
cubierto de polvo.
Y
ahora él se ha ido. Él se ha ido, pero su melancolía -mi
melancolía-, permanece conmigo.
Afuera,
en un mundo que sigue girando, indiferente, llueve.
Llueve.
*Dedicado
a Dylan Thomas, autor de estos inmortales versos en su gran poesía Do not go gentle into that good night.
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